Hace algunos meses mi hermana se instaló en
Ciudad del Cabo, llegó allí siguiendo el camino del amor después de pasar por
Toronto y Seúl.
Toronto fue para ella una aventura extraordinaria.
Independiente y lejos de casa por primera vez pero arropada por la seguridad
que da tener a un familiar cerca, se alojó en casa de una prima que la acogió
con mucho cariño, disfrutó de las bondades de la primavera y el verano
canadienses y conoció el gran amor.
En Seúl, aunque en la mejor de las compañías,
descubrió las dificultades de la soledad, cuánto puede complicarte la vida una
contaminación desmedida y una cultura, la oriental, que aunque de la mano del
capitalismo y la globalización cada vez se asemeja más a la occidental, sigue
siendo muy diferente. De cualquier forma, allí no eran más que dos exóticos
occidentales a los que sus vecinos miraban con curiosidad y diversión, pero con
respeto.
Llegó a Ciudad del Cabo pensando que la vida
sería más fácil allí que en Seúl, un clima más benevolente, un ambiente más
saludable, el calor de la familia política y las costumbres más occidentales,
¿o no?, pero Ciudad del Cabo escondía un secreto.
Mi hermana no vive en un gueto europeo donde
la inseguridad y la pobreza se esconden detrás de grandes muros y cámaras de vigilancia,
sino en un humilde barrio obrero donde salir de casa más tarde de las ocho es
una imprudencia y hacerlo caminando aun mayor insensatez, a partir de las ocho
de la tarde un breve desplazamiento en coche sigue siendo un riesgo a valorar.
Ella vive en la verdadera Sudáfrica y no en
la que nos venden desde las agencias de viajes. Un país donde la inseguridad,
la pobreza, la discriminación, el racismo, la violencia y la intolerancia
religiosa se disputan cada día el trono de la desdicha de sus poblaciones,
mientras sus políticos venden una Sudáfrica alegre y festiva en forma de
Mundial de fútbol. Un país donde en tu humilde casa de tu humilde barrio, cuando
te vas a la cama cierras la puerta del dormitorio con llave, a pesar de la
altura del piso, de las rejas en puertas y ventanas, del muro que la rodea y de
la alambrada que lo corona, porque aun así, hay quien se juega la vida por un
trozo de pan, y si se juega su vida, ¿qué le importa la tuya? «Aunque aparentemente
todo parece tranquilo, se vive con tensión».
Me cuenta como cada lunes a las 6 de la
mañana, antes de que pase el camión semanal de la basura, las calles se llenan
de gente con carritos rebuscando entre la basura acumulada de una semana y
recogen de todo, «cargan con mil bolsas atadas al carro y no son ni uno, ni
dos, ni tres, son muchos y es tan triste».
En
Ciudad del Cabo, que no es ni de lejos uno de los peores lugares de Sudáfrica
para vivir, ha aprendido que «si eres mujer y vas conduciendo, la policía no
puede pararte en la calle, te escoltarán hasta una comisaría para explicarte
cuál es el problema, aunque antes de llegar es mejor que llames a un conocido
para comunicarle a dónde vas y que lleve dinero. De cualquier forma, no se
suele ver mucha policía por las calles».
En Sudáfrica ha descubierto cómo es la vida
sin las comodidades tecnológicas a las que estaba acostumbrada, un coche o una
conexión a internet sin la que ha perdido el acceso a la información contrastada
y plural y a la comunicación instantánea, a la posibilidad de hablar con su
familia en cualquier momento, pero también ha perdido algo tan banal como un
paseo veraniego a media noche.
Ahora entiende porque él se marchó.
Vive en una lucha constante de sentimientos
encontrados, de una parte, las distintas costumbres, el ímpetu religioso de la
multitud de creencias, la segregación («en este país les encanta dividirse en
clases»), la violencia interiorizada incluso en el mismo parlamento donde
terminan a golpes en numerosas sesiones; de otra parte, una vida plena en
pareja y la belleza de un país de una hermosura desmesurada «aquí las montañas
son un paraíso de fauna y vegetación y tienen nombres como Lion´s Head,
Elephant´s Eyes, Constantia Neck, Table Mountain… ¿no te parecen geniales?».
Hace unos días estuvo en la playa «las
playas son una gozada, no hay casi gente, el agua está fría pero hace calor,
así que está guay, aunque yo entro e intento no pensar en el tiburón blanco, pero
cuando dejo de ver el fondo me cago y salgo pitando. En una ocasión estábamos
bañándonos y oímos un sonido como si estuvieran haciendo sonar una sirena, empezamos a nadar apresuradamente y cuando llegamos a la
orilla nos dimos cuenta de que era el viejo tren (que chirría al frenar)
llegando a la estación, ¡no podíamos parar de reír!».
Así tengo la sensación de que es su vida en
Sudáfrica, una gran metáfora, tentada por un país grandioso que la impulsa a
sumergirse hasta el fondo, pero que esconde bajo sus aguas un peligro que
acecha constantemente.
Mi hermana, que a base de ver mundo ha
madurado, se nos ha hecho mayor y se ha casado. Me siento orgullosa de ella, de los pasos que
ha dado para salir del letargo en el que se había instalado y feliz de que por
fin haya encontrado su camino.
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