martes, 20 de enero de 2015

Una historia de Cape Town

  Hace algunos meses mi hermana se instaló en Ciudad del Cabo, llegó allí siguiendo el camino del amor después de pasar por Toronto y Seúl.

   Toronto fue para ella una aventura extraordinaria. Independiente y lejos de casa por primera vez pero arropada por la seguridad que da tener a un familiar cerca, se alojó en casa de una prima que la acogió con mucho cariño, disfrutó de las bondades de la primavera y el verano canadienses y conoció el gran amor.

   En Seúl, aunque en la mejor de las compañías, descubrió las dificultades de la soledad, cuánto puede complicarte la vida una contaminación desmedida y una cultura, la oriental, que aunque de la mano del capitalismo y la globalización cada vez se asemeja más a la occidental, sigue siendo muy diferente. De cualquier forma, allí no eran más que dos exóticos occidentales a los que sus vecinos miraban con curiosidad y diversión, pero con respeto.

   Llegó a Ciudad del Cabo pensando que la vida sería más fácil allí que en Seúl, un clima más benevolente, un ambiente más saludable, el calor de la familia política y las costumbres más occidentales, ¿o no?, pero Ciudad del Cabo escondía un secreto.

   Mi hermana no vive en un gueto europeo donde la inseguridad y la pobreza se esconden detrás de grandes muros y cámaras de vigilancia, sino en un humilde barrio obrero donde salir de casa más tarde de las ocho es una imprudencia y hacerlo caminando aun mayor insensatez, a partir de las ocho de la tarde un breve desplazamiento en coche sigue siendo un riesgo a valorar.

  Ella vive en la verdadera Sudáfrica y no en la que nos venden desde las agencias de viajes. Un país donde la inseguridad, la pobreza, la discriminación, el racismo, la violencia y la intolerancia religiosa se disputan cada día el trono de la desdicha de sus poblaciones, mientras sus políticos venden una Sudáfrica alegre y festiva en forma de Mundial de fútbol. Un país donde en tu humilde casa de tu humilde barrio, cuando te vas a la cama cierras la puerta del dormitorio con llave, a pesar de la altura del piso, de las rejas en puertas y ventanas, del muro que la rodea y de la alambrada que lo corona, porque aun así, hay quien se juega la vida por un trozo de pan, y si se juega su vida, ¿qué le importa la tuya? «Aunque aparentemente todo parece tranquilo, se vive con tensión».

   Me cuenta como cada lunes a las 6 de la mañana, antes de que pase el camión semanal de la basura, las calles se llenan de gente con carritos rebuscando entre la basura acumulada de una semana y recogen de todo, «cargan con mil bolsas atadas al carro y no son ni uno, ni dos, ni tres, son muchos y es tan triste».

   En Ciudad del Cabo, que no es ni de lejos uno de los peores lugares de Sudáfrica para vivir, ha aprendido que «si eres mujer y vas conduciendo, la policía no puede pararte en la calle, te escoltarán hasta una comisaría para explicarte cuál es el problema, aunque antes de llegar es mejor que llames a un conocido para comunicarle a dónde vas y que lleve dinero. De cualquier forma, no se suele ver mucha policía por las calles».

  En Sudáfrica ha descubierto cómo es la vida sin las comodidades tecnológicas a las que estaba acostumbrada, un coche o una conexión a internet sin la que ha perdido el acceso a la información contrastada y plural y a la comunicación instantánea, a la posibilidad de hablar con su familia en cualquier momento, pero también ha perdido algo tan banal como un paseo veraniego a media noche.

   Ahora entiende porque él se marchó.

  Vive en una lucha constante de sentimientos encontrados, de una parte, las distintas costumbres, el ímpetu religioso de la multitud de creencias, la segregación («en este país les encanta dividirse en clases»), la violencia interiorizada incluso en el mismo parlamento donde terminan a golpes en numerosas sesiones; de otra parte, una vida plena en pareja y la belleza de un país de una hermosura desmesurada «aquí las montañas son un paraíso de fauna y vegetación y tienen nombres como Lion´s Head, Elephant´s Eyes, Constantia Neck, Table Mountain… ¿no te parecen geniales?».

   Hace unos días estuvo en la playa «las playas son una gozada, no hay casi gente, el agua está fría pero hace calor, así que está guay, aunque yo entro e intento no pensar en el tiburón blanco, pero cuando dejo de ver el fondo me cago y salgo pitando. En una ocasión estábamos bañándonos y oímos un sonido como si estuvieran haciendo sonar una sirena, empezamos a nadar apresuradamente y cuando llegamos a la orilla nos dimos cuenta de que era el viejo tren (que chirría al frenar) llegando a la estación, ¡no podíamos parar de reír!».

   Así tengo la sensación de que es su vida en Sudáfrica, una gran metáfora, tentada por un país grandioso que la impulsa a sumergirse hasta el fondo, pero que esconde bajo sus aguas un peligro que acecha constantemente.

   Mi hermana, que a base de ver mundo ha madurado, se nos ha hecho mayor y se ha casado.  Me siento orgullosa de ella, de los pasos que ha dado para salir del letargo en el que se había instalado y feliz de que por fin haya encontrado su camino. 




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