En el día del libro, hablemos de libros, hablemos de uno que jamás fue
escrito.
Los libros están en mi vida desde que tengo uso de razón, cada año los
Reyes Magos se encargaban de que no faltaran al menos un par de ellos junto a
mis impecables zapatos.
Puedo decir que conservo casi todos los libros de mi infancia, alguno
sucumbió a las invasiones anuales de primos cuando por mi cumpleaños nos
juntábamos todos en casa y la algarabía invadía el hogar, pero en general
sobrevivió una gran parte, alguno perdió la tapa y otros fueron posteriormente
decorados por los lápices de colores de mi hermana pequeña, pero todos
conservan el encanto del primer día en que cayeron en mis manos.
Sin embargo de todos los libros de mi infancia, recuerdo uno
especialmente, lo recuerdo con mucho cariño, fue uno que jamás encontré. Se
trataba de un libro de cuentos; cuentos protagonizados por animales a los que
les ocurrían cosas fantásticas o que pretendían realizar hazañas extraordinarias,
por ejemplo, un león que perdía la melena porque era un poco remilgado con su
alimentación, un elefante que envidiaba a los pájaros y pretendía construir su
propia casa en la copa de un árbol o una presumida y joven mariposa que
abandonaba su hogar en busca de aventuras.
Durante algún tiempo mi madre me contaba aquellas historias mientras me
daba de comer y cuando aprendí a leer, una de mis mayores ambiciones fue
encontrar el libro de donde ella extraía aquellos cuentos que tanto me gustaban
para poder leerlos una y otra vez. Lo busqué entre todas las estanterías de
casa, entre mis libros infantiles, entre las novelas de mis padres, entre los
libros de arquitectura y los de recetas de cocina, en casa siempre hubo muchos
libros; lo busqué también en las estanterías de la guardería donde trabajaba mi
madre y a la que yo acudía con ella en ocasiones especiales; pero aquel libro
se escondía muy bien, tanto, que un día desistí y el misterio del libro de los
animales permaneció en mi cabeza durante mucho tiempo. Os preguntaréis por qué
nunca pregunté por él a mi madre, lo cierto es que no lo sé, cosas de niños,
supongo; es más emocionante buscar y encontrar por uno mismo un tesoro
escondido y si no lo encuentras hacer que permanezca en la memoria como un gran
misterio, que simplemente preguntar por él.
Años después volvió a mi cabeza y esta vez, supongo que empujada por la
«racionalidad» de la madurez, decidí preguntar a mi madre por él y acabar con
el misterio. « ¿Qué libro? », preguntó mi madre, «aquellos cuentos los
inventaba yo, era la única forma de conseguir que comieras». Creo que aquella
fue una de las grandes sorpresas de mi vida,
no tenía ni la menor idea, jamás habría imaginado que aquellos cuentos
que tanto me gustaban los inventó ella para mí. La autora no era una señora
extranjera de nombre exótico y varias consonantes seguidas en su apellido, no,
la autora era Mi Madre y aquellas historias habían sido inventadas para mí, no
os resulta emocionante.
A veces siento la tentación de
escribir aquellos cuentos, pero siempre me surgen dudas, no sé si prefiero
conservar su leve recuerdo en mi memoria como el misterio del libro que no
encontré, el libro que jamás fue escrito.
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